Quizá es un don que sólo tú posees –me dijo seriamente
Estaba tan cansado de escuchar ese ‘‘beep beep’’ del despertador, que decidí
cambiarlo por una canción. Tremendo error cometí. Ahora ‘‘My Baby Takes The
Morning Train’’ de Sheena Easton, se había convertido en la canción que más
odiaba en el mundo.
Un consejo: Nunca pongáis
canciones que os gustan para despertaros.
Como siempre, la canción empezó a sonar y me desperté. De mal humor, claro.
Ese día se presentaba tranquilo
y, a la vez, estresante; sin novedades, sin nada extraño: como siempre. No
obstante, si algo había aprendido en mis veinte años y gracias a los consejos
de mi abuela, era que no debía fiarme de los días que aparentaban ser iguales
que el anterior.
Desayuné rápidamente y me metí en la ducha, con la esperanza de que el agua
tibia me relajara y consiguiera que mi mal humor me concediera una tregua.
Empecé a cantar, mientras me lavaba el pelo. Nada podía interrumpir esos diez
minutos de relax y concierto, nada excepto una voz de mujer que parecía pedir
ayuda.
He de decir que me asusté. Vivía solo y nadie tenía llaves de mi apartamento,
ni siquiera mi madre. Cerré el grifo de la ducha y, cuando estaba apunto de
salir, me di cuenta de que la voz no venía de fuera del baño, sino del otro
lado de la pared.
Acerqué mi oreja y me dispuse a escuchar. Nada. No había respuesta al otro
lado. Di unos golpecitos para ver si, así, esa chica me respondía o se dignaba
a hablar, pero de nuevo: silencio; no se oía más que el agua que goteaba
del grifo recién cerrado.
Pensando que era un idiota y que me lo había imaginado todo, volví a
abrir el grifo para terminar de enjuagarme el pelo y los restos de jabón de mi
cuerpo. Así hice, pero cuando ni siquiera llevaba unos minutos, volví a
escuchar un ‘‘¡Ayúdame!’’ mucho más fuerte, seguido de unos golpes bastante
fuertes.
Me sobresalté y salí corriendo de la ducha. Esa mujer estaba en peligro, al menos
eso me parecía y tenía que hacer algo. Me sequé rápidamente el cuerpo, cogí una
camiseta y unos pantalones que tenía en la silla de mi habitación y salí de mi
apartamento.
Nunca había hablado con ninguno de mis vecinos, yo que sé, tampoco es que fuera
una persona muy sociable, pero algo en mi interior me decía que tenía que ir,
sí o sí a la puerta de al lado, la número 43.
Antes de llamar al timbre, marqué el número de la policía. Simplemente lo hice
por si se complicaban las cosas y tenía que pulsar la tecla de llamada. La
verdad es que, en ese momento, no pensé que fuese muy peligrosa la situación,
sólo me dejé guiar por lo que sentí. Y por el mal rollo que me había dado
escuchar esa voz.
Llamé al timbre varias veces. Tardaban en abrir y comencé a creer, aún más, que
alguien estaba en peligro. Apreté el botón de llamada, pero justo cuando la
señora del otro lado del teléfono habló, la puerta se abrió. Una chica en
camisón, con cara de recién levantada, calmó mis ganas de seguir llamando.
Colgué.